“El
fugitivo”
—Suélta…
me… Solo preten… día… ayudar…
Sus ojos verdes brillaban ante la luz de los relámpagos, estaban entrecerrados y me miraban
incisivamente junto con la cabeza ladeada. Algunos de sus mechones caían por su
rostro mientras su lengua se paseaba ligeramente por su labio superior con una
ligera y morbosa sonrisa.
—Si le dices a alguien que
estoy aquí o gritas… Juro que no tendré piedad en matarte.
Asentí con el último
respiro que me quedaba y me soltó, dejándome caer al suelo mientras acariciaba
mi cuello con ambas manos intentando recobrar mi respiración. Mi perro, justo a
mi lado, le ladraba sin cesar.
—Cállale.
Tranquilicé a Honso y, una
vez estuve en condiciones de nuevo, me puse en pie y le aislé en una de las
habitaciones para que no nos molestase.
—Ven conmigo.
Le ordené cogiendo el
botiquín y guiándole hasta el baño.
—Siéntate ahí, voy a
curarte…—dije señalándole una pequeña banqueta que ahí se encontraba. No puso objeción.
Me tendió su brazo y examiné
su herida con la única iluminación procedente de una pequeña vela que había
cogido para poder alumbrar debido a que no había luz por la tormenta.
—Tienes suerte de que la
bala tan solo te haya rozado…
Cogí unas pinzas y pude
extraer una pequeña parte del proyectil que se había quedado en la herida casi
sin problemas. Él ni siquiera se quejó. Saqué, seguidamente, una aguja, un
hilo, unas tijeras y una jeringuilla con anestesia.
—¿Qué crees que vas a
hacer con eso?—exclamó.
—Si no cierro esta herida,
se te infectará y quizá con el tiempo pierdas el brazo… ¿Quieres eso?
—Pero, ¿acaso sabes usar
eso?
—Mi padre era médico y me
enseñó enfermería básica. Sé hacerlo.
Le miré alzando una ceja y
proseguí con su brazo. Primeramente le desinfecté,
anestesié el brazo parcialmente e inserté la aguja con el hilo comenzando a
cerrar la herida. Después corté el hilo y le vendé el brazo para evitar que
volviese a abrírsele.
Se levantó, con la
iniciativa de irse por donde había venido.
—¿No piensas darme las
gracias?
—No había pedido tu ayuda.
Fruncí el ceño y apreté la
mandíbula.
En ese momento el timbre
de la puerta sonó. Era casi medianoche. ¿Quién sería?
Aquel chico, de quien aún
no había podido ver la cara perfectamente, pareció tensarse.
—Abre la puerta y di que
estás bien. Que no ha pasado nada. Intenta aparentar que te acabas de
despertar.
Me ordenó ahuecando su voz
situado detrás de mí.
Abrí tal y como me había
ordenado.
—Jovencita, me alegra
verte de nuevo.
Era el mismo policía de
aquella misma tarde.
—Buenas noches…—susurré
con voz pesada y frotándome un ojo con mi puño haciendo parecer que estaba
recién levantada.
—Mis unidades me han
informado de que se ha visto al fugitivo cerca de esta casa… ¿Te importaría que
echásemos un vistazo?
En ese momento caí que, a
quien había curado, era el chico que estaban buscando. La falta de luz me había
impedido reconocerle.
—¿Jovencita?
—Ah… Eh…
Pensé en las pruebas que
había. La puerta acristalada que conducía al porche, el suelo y el baño estaban
llenos de huellas y de sangre, su sangre. Tragué saliva pensando en lo que me
aguardaba dentro y en lo que me estaba interrogando fuera. Hiciese lo que
hiciese, estaría mal.
—Sí… Os dejaría pasar,
pero estoy sola en casa. Mis padres no han podido volver del trabajo… Así que
solo os puedo dejar inspeccionar el jardín.
—De acuerdo. Está bien,
pero si encontramos algo sospechoso, deberemos revisar la vivienda.
—Claro, claro… Lo que sea
necesario.
Cerré la puerta, mientras
veía por la mirilla cómo los agentes bajo el mando del policía, quien me había interrogado
en mi propia puerta esa misma tarde, invadían mi jardín buscando algún rastro
del chico que había salvado, curado y acogido en casa.
Rápidamente fui a la
puerta que había abierto para dejar pasar al “fugitivo”. Estaba cerrada y
limpia de sangre, así como el suelo. Revisé el baño y estaba completamente
igual de limpio y recogido.
Me asomé por una de las
ventanas, podía verse el reflejo de las linternas de los policías entre la
lluvia en mi jardín. Quince minutos después el timbre volvió a sonar para serme
dicho que todo estaba en orden pero que estarían por ahí si necesitaba ayuda o
veía algo sospechoso cerca.
Cerré la puerta,
apoyándome en ella, y, dejándome caer al suelo, soltaba el aire que había
acumulado por la tensión del momento.
—Lo has hecho bien.
Al oír su voz no pude
evitar tragar saliva.
—Todo ha salido bien
porque tú te has encargado de recoger y limpiar cualquier rastro de ti y tu
sangre.
—Parece que no podré irme
de aquí tan fácilmente… Tienen todo esto vigilado y…
—Puedes quedarte—le
interrumpí—, aunque no creo que pueda esconderte por mucho tiempo.
Me puse en pie yendo a la
habitación donde había dejado a Honso y abrí la puerta cogiéndolo entre mis
brazos. La respuesta que le había dado pareció sorprenderle y me siguió hasta
el piso de arriba.
Le llevé hasta la
habitación en la que dormiría. Ya que mis padres no estaban y, dado que no
había más que dos habitaciones y que no estaba por la labor de dormir en la
misma habitación del tío que casi me asfixia, decidí que podría pasar lo que
quedaba de noche en la cama de mis padres. Así que le preparé la cama.
—Mis padres no están, así
que puedes dormir en su cama. Tendrás espacio suficiente. Yo estaré en la
habitación de al lado, despiértame si necesitas algo.
Se tiró sobre la colcha, disfrutando
de una cama blanda. Parecía no haber tenido nada como eso nunca.
—Ni siquiera me has
preguntado mi nombre, no sabes nada de mí, ¿no te interesa saber a quién has
metido en casa?
—No me importa no saber
nada. Hago esto porque si estuviese en
tu misma situación, me gustaría encontrarme con alguien que hiciese lo mismo
por mí.
—Esperas mucho del ser
humano.
—Lo sé. Pero si no
confiamos en nosotros mismos, entonces el mundo no tendría ningún sentido y la
propia vida carecería de valor.
Le dejé ahí y yo volví a
mi cuarto, Honso me esperaba ya acurrucado en mi cama. Me hice un hueco y se
enroscó sobre sí mismo cerca de mí para darme calorcito. Yo estuve
acariciándolo mientras pensaba en la situación en la que me encontraba y sobre
qué haría cuando volviesen mis padres o cuando la policía supiese que era
cómplice de alguien en busca y captura, hasta que el sueño me venció cerca de
las tres y veinte de la madrugada.
Los rayos del sol, junto
con el despertador, me desperezaron de unas sábanas y una cama muy deseada.
Apenas había dormido cuatro horas. Eran las siete y media de la mañana. Aún
medio dormida, salí de la cama con mi perro detrás de mí y fui a despertar a
“mi invitado”.
Llamé a la puerta con
intención de que se levantase, pero no daba señal así que opté por entrar.
Estaba totalmente dormido
aun con los golpes que había dado previamente. Me acerqué con cautela a él.
Sonreí al ver su semblante dormido, realmente parecía todo un niño inocente de
ese modo. Con la luz de la mañana pude verle mejor. Tenía un cuerpo delgado,
aunque muy bien formado y tonificado y su pelo era oscuro y lo suficientemente
largo y alborotado como para que sus mechones cayesen por su rostro tratando de
ocultar unos ojos que habían conseguido atrapar mi atención y curiosidad hacía
tan solo unas horas. De repente se movió, enredando sus dedos entre sus
mechones. Así era realmente adorable. Entonces sus ojos se abrieron y se
toparon con los míos.
—¿Qué haces aquí…?—dijo
aún medio dormido aunque ya con el ceño fruncido.
—Tengo clase. Quería avisarte
antes de irme…—expliqué separándome del lado de su cama.
Mi perro se subió a darle
los buenos días. Ya no le ladraba, incluso parecía caerle bien.
—¿Cómo que tienes clase?
Suspiré echándome una mano
a la frente.
—Tengo que ir al
instituto.
—¿Dónde?
—Al pueblo de al lado.
—No, no puedes salir de
aquí.
—¡¿Cómo qué no?! Tengo que
ir. Pese a la situación, no tratamos de perder clase.
Traté de escabullirme de
él, pero entonces saltó de la cama interponiéndose entre la salida y yo.
—Las clases ya no sirven.
Es un riesgo inútil.
—Déjame pasar. Voy a ir,
es mi deber.
—¡Podrías escuchar! Si
sales ahí fuera, podrías morir.
Mis ojos se abrieron de
par en par ante aquella respuesta.
—Y me lo dice el que casi
me mata anoche…
Le aparté de mi camino y
salí por la puerta de la habitación. Justo antes de llegar a las escaleras me
cogió de la muñeca tratando de detenerme.
—No te dejaré salir, no
después de haberme salvado la vida.
Opté por dejar la
discusión hasta después de desayunar. Me zafé de su mano y cogí a mi perro en
brazos, bajando los tres a la cocina.
—Llevo yendo al instituto
en esta situación desde hace varios meses… Por el momento, sigo viva.
—La poca paz que queda
durará poco. La situación… empeorará mucho más de lo que está. Nadie podrá
imaginarse lo que verán sus ojos.
Suspiré profundamente y
acabé mi desayuno llevando mi plato y mi taza al fregadero.
—Da igual lo que me digas…
Iré.
—Entonces no diré más. Al
menos lo he intentado… Aunque mueras, mi conciencia se quedará tan tranquila
como hasta ahora.
—Haces bien…—sonreí con
sarcasmo.
—Si te vas… Cuando
vuelvas, yo ya no estaré.
Tragué saliva y acabé de
recoger la cocina, dejándola tal y como estaba.
—De acuerdo, haz lo que
quieras… Si quieres, antes de que me vaya, te puedo dar toallas limpias por si
te apetece ducharte.
Subí a mi cuarto para
coger toallas limpias y él no dudó en seguirme. Mientras buscaba en el armario,
una toalla lo suficientemente larga y grande para él, aquel chico curioseaba
mis cosas.
—No toques ni una sola
cámara… Si no, te aseguro que, aunque sea una chica mucho más débil que tú, te
mato.
—Te gusta mucho la
fotografía, ¿eh?
—Sí, mi sueño es poder
fotografiar el mundo desde su lado más duro y vulnerable.
Encontré una toalla y se
la tendí.
—Aquí tienes.
—Te lo aseguro. No estaré
cuando vuelvas.
—Mejor. Un problema menos
para mí. ¡Ah! Y si quieres, puedes coger algo de ropa de mi padre. No creo que la eche en falta.
—Veo que no comprendes la
situación, pero… tú misma. Solo te advertiré una cosa… Cuando todo esto
estalle, asegúrate antes de tener cerca lo que más quieres o lo perderás…
Aquellas palabras me
sonaron extrañas y no llegué a entender del todo qué significaban. Se dio media
vuelta y entró en el baño cerrando la puerta tras de sí. Bajé ya lista para
irme, teniendo firmes en mi cabeza esas palabras. Dejé a Honso dentro para que
cuidara de él y salí de casa.
Desde fuera, eché una
mirada hacia la ventana del baño en el que se encontraba él. Comencé a andar
hacia el pueblo de al lado ya que no había ningún tipo de transporte para poder
llegar.
Era jueves, a primera hora
tendríamos Matemáticas.
Cuando llegué, pude
apreciar que cada vez había menos gente que estaba asistiendo a clase. Ese día,
de veintisiete, éramos trece y bajando. Ni siquiera esa profesora pudo venir a
clase, así que tuvieron que sustituirla.
La situación iba cada día
a peor.
A las doce del mediodía,
teníamos nuestro bien merecido descanso de media hora. Aunque nos seguíamos
quedando en las clases, por si acaso.
—Andy, ¿qué crees que
pasará…? Pese a que mis padres apoyan que siga viniendo a clase, no deberíamos
venir…
La asustadiza y pequeña de
Elise, mi única amiga allí presente de cuatro cursos menores, siempre que podía,
venía a verme y me agradaba con su compañía.
—Quizá… Tengas razón. Cada
vez es más peligroso salir a la calle…
De pronto un gran
estruendo hizo temblar el edificio entero y Elise se abrazó a mí.
—Tengo miedo…
El profesor de informática
entró apurado en clase, dándonos la orden de salir de allí inmediatamente.
—¡Venga, hay que correr!
Todos salimos de allí a
toda prisa. Elise y yo íbamos de la mano para evitar separarnos cuando ambas
estábamos tan asustadas. Nuestro profesor venía detrás de nosotras. Una vez
fuera del instituto, aún aturdidas, le pregunté qué estaba ocurriendo.
—John, ¿qué pasa? ¿Qué ha
sido el ruido de hace unos minutos?
—Niñas… Es duro decir
esto, pero… La guerra ha sido declarada.
Las dos tragamos saliva y
todo nuestro cuerpo se tensó. ¿Era la… guerra?